Literatura de terror

Mi amigo Ricky

Ricky era mi amigo. Venía todas las tardes a buscarme para andar en bici. Venía todas las tardes… hasta que un día, no vino. Me dejó esperando. Estuve un rato larguísimo con la bici y nada. No apareció. Me dio un poco de rabia; sin embargo, cuando volví a verlo (tan alto y con esa dulce sonrisa) se me pasó todo. Le brillaban los ojos al saludarme.
—Ayer te esperé… —le dije.
—¡No sabes lo que me pasó! —contestó.
Me contó que en la esquina de su casa se había mudado una chica y que él la estuvo ayudando. Le dije que yo también era nueva en el barrio pero no me hizo caso.
—¡No sabes la que te perdiste! —dijo—. Me dieron un montón de golosinas.
Me regaló unos chocolates diciendo que los había guardado para mí. Estaba tan contento que me invitó a ir hasta su casa, ya que aún no la conocía. Al rato, pasamos por una casita de puerta verde.
—¡Mira! Mi papá pintó la fachada —dijo, señalando su casa—. Y ahí —dijo apuntando con el dedo la casa de la esquina—, es donde se mudó la chica nueva. Justo en ese momento apareció ella. De pelo castaño, un poco gordita, estaba peinada con una cola atada a un gran moño colorado. Al vernos, lo saludó muy sonriente. No me gustó nada. Pero lo mejor de esa tarde fue que Ricky y yo nos divertimos a lo grande.
Luego pasaron tres tardes y no venía a buscarme. Estoy segura porque las conté. A la cuarta, Ricky apareció serio como nunca. Yo también me puse seria cuando lo saludé. No es cosa de permitir que a una la dejen plantada a cada rato. Él me hizo una seña para que lo acompañara, y lo seguí mientras pensaba en la chica nueva. ¡Me daba una rabia! Él caminaba con las manos en los bolsillos y la cabeza baja… ¿En qué estaría pensando?
—Tengo miedo —dijo de golpe.
Le pregunté de qué, pero no me contestó. Sonrió un poquito triste, sin dejar de caminar, se despidió y se fue.
Pasó un tiempo largo en el que no nos vimos. Hasta que una mañana me lo encontré en la panadería. Estaba irreconocible: los ojos hundidos, la ropa le bailaba…
—¿Estás enfermo? —le pregunté cuando salimos. Se puso mal, le empezó a temblar la boca y se tapó la cara con las manos. Me olvidé del enojo y seguí a su lado hasta que se tranquilizó.
—Me persigue un fantasma —dijo y yo me reí en su cara.
—Me persigue un fantasma, te lo digo en serio — repitió. Como insistió, le pedí que me contara.
—En cuanto me quedo solo, aparece. Entre otras cosas, mencionó que veía unos pies calzados con zapatos negros flotando en el aire y que una voz lo llamaba y le avisaba que se lo iba a llevar.
—¿No lo habrás soñado? —le pregunté. No sé si me escuchó porque se quedó callado, pensando… Me dio lástima.
—Los huesos le crujen cuando se mueve. ¡Te lo juro! — dijo mientras ponía los ojos como la gente que sale en las estampitas—. Mira que nadie lo sabe. Solamente tú. Desde esa tarde no volví a verlo. Esperé días y semanas y lo extrañé, hasta que no aguanté más y fui a buscarlo. Cuando toqué el timbre de la casita verde, me temblaban las rodillas. Abrió una señora.
—¿Está Ricky? —pregunté.
—¿Qué Ricky? —contestó.
Me quedé fría. Ahí no vivía ningún Ricky, ni en la vereda de enfrente, ni en la otra, ni en toda la manzana.

Recuperado y adaptado de https://www.leemeuncuento.com.ar/MEJOR-ME-CALLO.html